El servicio a la Palabra en contextos de violencia discursiva
Fernando Guzmán
Desde el Cono Sur de América
Desde este rincón de América del Sur, compartiré algunas reflexiones en relación con situaciones que desestabilizan los procesos de Paz y Reconciliación en la región y sugeriré algunas claves misioneras para ser agentes activos de diálogo desde nuestro servicio a la Palabra.
Si bien en nuestro Cono Sur se producen episodios de alta conflictividad fáctica (no estamos ajenos a la violencia político-institucional que parece ser constitutiva de nuestros Estados), nuestros escenarios podrían definirse de “mediana intensidad” respecto de los que existen en algunos países de Centroamérica, en Colombia o en las llamadas “fronteras calientes” del continente americano.
En función del diagnóstico provisorio anterior, elegiré como centro temático del artículo lo que ocurre en nuestros países con la violencia discursiva, los discursos de odio o, yendo más allá, los discursos (mediáticos, políticos y judiciales) que –incluso presentándose con un ropaje lingüístico elegante- son caldo de cultivo para la violencia social. En una segunda parte sugeriré algunas claves para desandar los enfrentamientos y caminar hacia una “cultura del encuentro”, a la que nos viene pro-vocando Francisco.
¿Violencia de baja intensidad?
De un tiempo a esta parte, en nuestros países se viene profundizando un modo de relacionarnos cuyo sustrato es la lógica amigo-enemigo, introducida por Carl Schmitt como esencia de lo político. A partir de debates instalados en la agenda pública (rol del Estado, reformas en el sistema judicial, políticas de género y diversidades, aborto, etc.) nuestras sociedades civiles avanzan peligrosamente hacia la polarización. Ya no hablamos tanto de fragmentos, sino de facciones contrapuestas y aparentemente irreconciliables, expresadas con una fuerte dosis de virulencia y agresividad, pocas veces acompañada de una sólida argumentación. Desde esta actitud antinómica, se identifica al otro como el malo, el equivocado, el indeseable, el que no tiene que tener ni lugar ni voz: es el enemigo al que no le corresponde nada.
A esta lógica anterior, se agrega la lógica de la eliminación, que es un paso más. Definido el enemigo, es imperioso denostarlo hasta su desaparición de la escena de debate. Sin otro que nos interpela, el pensamiento propio engorda, crece y paradójicamente –como casi todo lo que germina en soledad- se empobrece.
Lo anterior ocurre en lo que podríamos llamar escenarios de engañosas prioridades. En efecto, la violencia discursiva, el ataque impiadoso a la opinión y mirada del otro, se dan –muchas veces- en torno a temas que son ajenos a las urgencias de los pueblos y, especialmente, a la franja de la población que se encuentra en desventaja histórica. Esta falsa priorización es instalada por los medios de comunicación hegemónicos, colaboradores directos de la clase política que pretende construir “cortinas de humo” por todos lados. Los debates centrales, aquellos que definen en el plano de lo real nuestras condiciones de existencia como humanidad (el futuro de nuestras infancias y juventudes, la sostenibilidad del planeta, los sistemas políticos y sus modelos económicos, las alternativas energéticas, las soberanías nacionales, el rol de nuestros estados en el concierto de la política internacional, las nuevas formas de concebir el trabajo) quedan escondidos detrás de bambalinas.
Y dado que el “ruido” que acompaña las argumentaciones es más llamativo que la argumentación en sí, todo se desarrolla como una competencia de consignas a viva voz antes que como un debate de ideas sopesadas.
No pocas veces esta escalada del conflicto en el plano verbal, discursivo y simbólico (con las redes sociales como alojamiento principal), alcanza el plano de la violencia física y los enfrentamientos reales entre grupos o bandos. Así como se dijo que la “guerra es la continuación de la política por otros medios” , podríamos decir que la violencia social y política es –en varios casos- la continuación de la violencia verbal.
¿Cómo aportar a procesos de paz y reconciliación ante estos escenarios de fractura y enfrentamiento?
Tres puntos para construir el Diálogo de Paz como Iglesia
Antes que nada, debemos estar atentos a los intentos de instalar una “paz de los cementerios”, una “paz diplomática”, una paz útil a los mecanismos de dominación. Eso nunca será la paz de Cristo, la paz de los pueblos. Asimismo, una reconciliación sin arrepentimiento, sin una honesta revisión y sin reparación, será una reconciliación vacía. En estos procesos, como misioneros y misioneras que seguimos a Jesús, no podemos descuidar el horizonte de la justicia. Desde los últimos, desde quienes más lesionada ven su dignidad, es desde donde debemos construir procesos de verdad y justicia, que derivarán en genuina reconciliación y genuina paz.
En este contexto de permanente agresión ante los puntos de vista diferentes, es crucial perder el miedo al otro, salir a su encuentro, practicar esa cercanía de la que habla Francisco. Sin acercarnos a las otras opiniones, posturas, miradas… ¿qué riqueza puede adquirir nuestro servicio misionero?, ¿qué contenido le daremos al diálogo profético que reconocemos practicar en los nuevos lugares? El mejor antídoto para evitar los monólogos pastorales en los que solemos incurrir es dejarnos permear por otras perspectivas.
En el plano del pensamiento, de las reflexiones, de la espiritualidad… también hay “zonas de confort” de las que es preciso salir, pero no por moda, sino por fidelidad al Evangelio. A partir de un acercamiento valiente y abierto a las periferias, puede surgir un sentido profundo a la sinodalidad: además de caminar juntos, será caminar con otros realmente otros. Siendo prójimos y no únicamente socios.
Otra clave para apostar y aportar al encuentro, a un coincidir fraterno, es la constante disposición a recomenzar, cultivando el “deseo gratuito, puro y simple de querer ser pueblo, de ser constantes e incansables en la labor de incluir, de integrar, de levantar al caído” Una espiritualidad que nunca renuncia a retomar el diálogo, que siempre está tentada a renacer en el intercambio respetuoso y honesto, es imprescindible en contextos ensombrecidos por el conflicto. Nuestra espiritualidad misionera debe ser siempre una espiritualidad del recomienzo.
Un tercer punto, derivado de nuestra común condición de servidores de la Palabra, es el llamado que tenemos a ser puentes de diálogo, pero no de un diálogo vacío, sino con “palabras cargadas de verdad”. Ejerciendo una caridad comprometida con la verdad. No alentamos aquí “terceras posiciones” que escapen o rehúyan la conflictividad propia de la historia, sino por el contrario, insertarnos en esa dinámica realizando un aporte diferente, distinguido por el profetismo de “decir con firmeza y convicción, despojados de toda violencia”. Es posible: lo hizo Jesús y nosotros estamos llamados a hacer lo mismo.
Como familia claretiana presente en este Sur, queremos ser constructores activos de la paz que nace de la justicia; ser agentes de reconciliación desde las periferias, restituyendo y reparando. Somos pueblos que queremos vivir y vivir en abundancia.
Fernando Guzmán
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