Iniciativas de Paz y Reconciliación desde el País Vasco III
Una ética al servicio de la paz, con tres vectores
Aitor Kamiruaga Mieza, cmf.
Director General del Colegio Claret Larraona
1, La paz nace de la justicia
El deseo y la voluntad de querer la paz ha de traducirse en acciones prácticas en favor de esa misma paz. La coherencia entre lo que decimos querer y las obras concretas es el presupuesto básico para hacer que la paz surja de unas relaciones a la base de la justicia. Los conflictos y enfrentamientos sociales suelen fundamentarse en que una parte, más o menos grande, de la comunidad social siente que no son respetados sus derechos, y la violencia se convierte en la manifestación más dolorosa de la lucha por la conquista de esos derechos.
Trabajar por la justicia implica la defensa de los derechos humanos y de los grupos, inalienables e irrenunciables. Favorecer las relaciones humanas y sociales que respeten auténticamente la dignidad de la persona humana se deriva necesariamente de la justicia social. La igualdad y la dignidad humana no son cuestiones a negociar entre los intereses ideológicos. De este modo, se deduce el rechazo patente hacia todo aquello que atenta contra la persona humana: secuestros, impuestos revolucionarios, amenazas, asesinatos, etc.
De igual manera, el rostro humano de la persona encarcelada no puede ser borrado ni utilizado a modo de negociación. Y esto es así a pesar de que el condenado haya cometido delitos de sangre en contra de otras personas. Los derechos que le asisten a la persona de cualquier preso deben ser respetados en el caso de los miembros de la organización ETA, si no queremos sumergirnos en una flagrante contradicción al mediatizar con la dignidad de cualquier ser humano.
El respeto a los derechos humanos de cada persona se hace extensible a los derechos que asisten a las comunidades y grupos sociales. El ser humano se desarrolla en comunidad social, de tal manera que esa misma sociedad, por ser humana, está protegida por unos derechos que aseguran su identidad social, política, económica y cultural. Corresponde a la sociedad dictar los deseos de su voluntad en orden a su desarrollo pleno.
Aunque el orden público no pueda ser totalmente equiparado a la paz social, ya que pueden existir circunstancias en que la fuerza y el poder hagan que el respeto al orden establecido se dé mediante una dictadura; sin embargo, asegura, en sí mismo, una convivencia social pacífica. Las instituciones públicas, democráticamente elegidas, tienen como misión fundamental favorecer el bien común de las personas y de los pueblos. En este sentido, resulta urgente una confianza en las instituciones democráticas, siempre que éstas aseguren el respeto a su finalidad. Una sociedad que pretenda desarrollarse en medio de la desconfianza generalizada en aquellos cauces democráticos que aseguran el mantenimiento del orden público se encontrará endémicamente dañada para la construcción de un futuro en paz.
El compromiso por la justicia social que asegure la convivencia pacífica de una comunidad humana debe ayudar a transformar la conciencia que se apoya en la fuerza de la violencia, a través de las armas, para asegurar la eficacia de los procedimientos civiles y democráticos. A pesar de los procesos dolorosos y de sufrimiento que puedan padecerse, la justicia invita siempre a la resistencia frente al mal, antes que confiar en los medios que expresan la agresividad o la violencia.
Aun reconociendo que cierto grado de conflictividad en la convivencia social sea inevitable, se debe trabajar por la humanización de los enfrentamientos y no por los procesos que tienden a convertir la lucha por el poder en un absoluto y en algo cotidiano en la vida social. La confianza en la bondad del ser humano invita a que las fuerzas impersonales y absolutas no cobren carta de ciudadanía. La justicia social que fundamenta la convivencia pacífica no debe ser tarea exclusiva de aquellos que se han convertido en autoridad, sino responsabilidad de todos los ciudadanos.
2. La paz en el ejercicio de la verdad y de la libertad
El progreso en las relaciones sociales y la madurez de la conciencia humana conllevan el deseo de la verdad auténtica y plena. En medio de la pluralidad de ideologías resulta habitual que cada opción defienda la legitimidad de su propia verdad, para lo cual siente la necesidad de descalificar a los que considera oponentes y hasta enemigos. Sin embargo, en una sociedad adulta y autónoma la pasión por la verdad de los hechos se ha convertido en una de las máximas de más reputación. En la actualidad, y con el avance de los medios informativos, resulta patético pretender seguir engañando a la opinión pública, tergiversando los datos que ofrece la misma realidad social.
El respeto por la vida social exige que la verdad no se convierta en un doble camino que adquiere matices diversos según se trate de juzgar la actuación de las demás opciones. Se trata de fijar unos criterios objetivos que aseguren no el principio de la eficacia sino el respeto a lo auténtico y real. Jugar a las interpretaciones diversas y confusas no contribuirá a la resolución de los conflictos sociales sino al enquistamiento de los mismos. En este mismo sentido, se impone la verdad de la autocrítica, capacidad que examina las opciones e ideologías propias a la luz de lo que puedan afirmar el resto de las posturas.
El entendimiento de las razones humanas por la vía del diálogo supone una manifestación clara de la madurez a que haya podido llegar una sociedad. El diálogo invita a superar el dogmatismo de las propias opciones, entendiendo que la verdad la vamos construyendo entre todas las personas. Quien se aferra absolutamente a la verdad de su ideología pondrá grandes obstáculos a la superación de los conflictos. Esto no significa que la persona o el grupo no pueda mantener sus convicciones profundas, sino que éstas deben ser leídas de continuo desde la realidad. Supone saber discernir entre lo que es histórico, y por ende cambiante y transformable, y lo que son principios cuya renuncia supondría la pérdida de la dignidad humana y social.
La proclamación de los derechos sobre la libertad de conciencia, de opinión y de actuación concreta que la persona y la comunidad social tienen es una conquista de la modernidad que favorece la construcción de la paz. Los monopolios políticos violentos que tratan de imponerse no por la fuerza de la razón sino a través del miedo, del terror y de las armas, parecen realidades de un pasado que ha sido superado y al que la sociedad no desea volver. Intentar legitimar y justificar el uso de la violencia en contra de la misma libertad humana no pertenece al ámbito de la razón humana, sino a la ya mencionada ley de la selva, donde el que se impone por la fuerza consigue dominar la situación.
El respeto a la voluntad mayoritaria, democráticamente expresada, es el seguro que la libertad propone a la conciencia humana y social. Pretender que la voluntad de la mayoría de una sociedad se vea replegada por el miedo y el terror no cabe dentro de unas relaciones sociales en justicia ni puede encontrar justificación alguna. El conjunto de la sociedad, informada en la verdad y desde su libertad, tiene la capacidad de elegir el futuro que quiere para sus personas.
El principio de libertad atañe, de igual manera, al respeto de la conciencia de todos, sin que nadie pueda arrogarse la pretensión de poder representar a otra persona o colectividad que posee la legítima capacidad de expresión. La última instancia que puede juzgar el obrar humano reside en la conciencia individual y personal, como valor irrenunciable. La conciencia del grupo social surge de la voluntad de cada persona que desea sumarse, en libertad, a la conciencia de otras personas. En este sentido, la conciencia de la sociedad vasca ha decido mayoritariamente que la violencia no es el medio que desea utilizar para la construcción de su futuro en paz.
Las manifestaciones de una violencia generalizada, del intento de conquista de la calle, contribuyen a favorecer una cultura donde se haga normal dicha situación. Ante este hecho, la educación en todos los ámbitos debe contribuir a crear una cultura de la no violencia, donde se haga posible la solución de los conflictos sociales sin el recurso a la fuerza. El respeto a las opciones personales y la tolerancia en torno a las manifestaciones divergentes, siempre que no atenten contra la dignidad humana, son las bases que aseguran unas generaciones futuras que puedan comprometerse en la búsqueda de nuevas fórmulas de convivencia social que aseguren la paz.
3. El amor fundamenta la paz
La realidad humana no puede verse ahogada por las circunstancias históricas que dificultan su crecimiento pleno y auténtico. La historia nos muestra innumerables momentos en que la convivencia humana se ha visto en graves dificultades. Podríamos señalar infinidad de ejemplos en que los conflictos han querido ser resueltos a través de la razón de las armas y de la violencia. Esto puede hacernos pensar en que la convivencia social se experimenta necesariamente determinada al fracaso de los procesos pacíficos. La confianza en el amor de Dios y en la bondad de la obra creadora nos despiertan a una nueva esperanza.
Si es verdad que en el corazón humano se gestan las mayores atrocidades y los proyectos que atentan contra la dignidad de sus semejantes; sin embargo, no es menos verdad que esa misma realidad es capaz de la conversión. El deseo que quiere ser expresado en la construcción de una convivencia social pacífica demanda del ser humano una transformación de sus inquietudes y de sus mismas acciones. El ser humano es sujeto de la historia que llamamos humana y, por ello, protagonista y responsable de su propio futuro.
El ser humano, en la actualidad, si quiere edificar la paz debe convertirse a la fuerza del amor. Un amor que como don de Dios hemos recibido a través de la Encarnación del príncipe de la paz. Un amor que respeta la imagen de Cristo, que ha sido tallada por las manos de Dios en cada rostro humano, y que se solidariza con los mejores deseos y compromisos de sus semejantes. Una consecuencia práctica del mandamiento del amor es la renuncia a los caminos de la violencia y el intento real de buscar otros caminos para la realización humana.
Los cristianos aprendemos de Jesucristo su resistencia al mal a fuerza de bien, siendo la entrega de su propia vida el mayor exponente de su entrega hasta el final. Jesús vivió hasta sus últimas consecuencias la coherencia entre lo que predicaba y su actuación. Con él recibimos la llegada del Reino de Dios como realidad que transforma las relaciones humanas y la misma realidad. La fuerza del amor instaura unas nuevas relaciones entre las personas, donde la justicia no se limita a dar a cada uno lo que le corresponde, sino que pasa por la renovación total de la persona humana.
La experiencia del perdón y la reconciliación que Dios nos ha ofrecido a través de la muerte y resurrección de Jesucristo alientan el compromiso pacificador del cristiano. La reconciliación sigue siendo un don de Dios para toda la humanidad que quiere transcender a la vida y a la experiencia de toda persona humana. Dios es el primero que perdona y ama a sus enemigos hasta el final, y nos enseña que la persona, en este camino de salvación, debe aprender a pedir y a ofrecer el perdón. Esta fe en la reconciliación que nos ofrece Dios invita al ser humano a reconciliarse con sus hermanos, porque la persona es capaz de perdonar a los que le ofenden.
El perdón implica una mano que ofrece y otra que acoge. Es un camino de doble carril. Quien siente la necesidad de construir una realidad renovada abre la puerta de ese cambio a través del perdón, y éste no queda en el vacío cuando la otra persona acoge esa mano tendida y se reconcilia con aquel que le ha causado el mal. Pretender que la reconciliación tenga cabida dentro del proceso pacificador social no es una bella utopía irrealizable. La confianza en la fraternidad y en el amor universal nos invitan a la esperanza de que las personas lleguen a reconciliarse como verdaderos hermanos y hermanas.
La fuerza del perdón y de la reconciliación construyen una realidad mucho más humana que los comportamientos que exigen que cada uno reciba lo justo. Los sentimientos de odio y de venganza no ayudan a edificar una realidad humana porque acabarán solicitando la misma moneda de pago. Si la realidad social quiere ser renovada y pacificada el ser humano tendrá que aprender a perdonar y a reconciliarse con sus hermanos y hermanas. No se pretende cuestionar la fuerza y la legitimidad de la justicia humana, sino situarla en un plano distinto, en el ámbito de la justicia del amor, que experimenta que la naturaleza humana no puede estar hecha para odiar sino para amar.
Una última convicción se centraría en la importancia de la oración por la paz. Si reconocemos que la realidad humana en plenitud es recibida como don de Dios, a Él se deben dirigir, igualmente, nuestras súplicas para que la tan anhelada paz llegue con la fuerza del perdón a nuestra sociedad. Quien ora de corazón por la paz ya está trazando un camino sólido para la convivencia fraterna, ya que la oración auténtica impulsa al compromiso por aquellos que se pide.
Orar con intensidad por la paz supone convertirse de corazón a la urgencia de construir la paz que Dios quiere para la humanidad. Esa paz histórica y concreta que Dios ha prometido a todos los hombres y mujeres también alcanza de lleno a la sociedad del País Vasco. Que la confianza en Dios y en la bondad humana siga alentando nuestra oración por la paz para que nuestro compromiso humano y social redunde en una auténtica convivencia pacífica.
Aitor Kamiruaga Mieza, cmf.
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