«Son ellos». Mis hijos, de la frontera sur de Europa
Santiago Agrelo OFM
Arzobispo emérito de Tánger
¨Son ellos”
Donde ahora digo: “Son ellos”, cuando empecé a escribir, decía: “Son mis hijos”. Hablo de los emigrantes que llevan años sangrando en los caminos de la que fue mi Iglesia en Marruecos, en todos los caminos por donde se ven obligados a pasar, y en los que, con inaceptable frecuencia, además de la integridad física y psíquica dejan la vida.
Empecé diciendo: “Son mis hijos”, con la esperanza de que la política y la solidaridad respetasen el dolor que me causa verlos sangrar y morir. Decía: “Son mis hijos”, aunque llevo grabada en las paredes del corazón la certeza de que, antes de ser míos, “son de Dios”; y que sólo porque lo son de Dios puedo decir también que son míos. No puedo imaginar lo que representan para Dios nuestras fronteras, nuestros intereses económicos, nuestras estrategias políticas, si las víctimas de esas fronteras, de esos intereses, de esas estrategias, son sus hijos, no fuese más que uno solo de sus hijos.
Pero habré de continuar diciendo: “Son mis hijos”. Porque ese Dios, el Dios de Jesús, el Dios de los pobres, el que me ha dado esos hijos para que se los cuide, no representa nada, es nada, para los dueños de las fronteras. El de Jesús, el de los pobres, es un Dios en quien ellos no creen y a quien no temen. El suyo, si lo tienen, es un Dios que no se inmiscuye en estos asuntos, y que, hagamos lo que hagamos con los emigrantes pobres del África empobrecida, él nada tiene que decir. Lo que a Dios le corresponde, ya se le da en iglesias y mezquitas. Dios no está en las fronteras.
Así que continuaré gritando: “Son mis hijos”. Que se me pegue la lengua al paladar si dejo de gritarlo: “Son mis hijos”. Lo gritaré como si yo fuese la madre de cada uno de ellos, como si yo fuese su padre… Una madre, un padre, saben que una frontera jamás podrá valer lo que la vida de un hijo. Una madre, un padre, saben que una frontera jamás podrá hacer razonable que se les arrebate la vida de uno solo de sus hijos. Y yo supe que no hay intereses ni estrategias ni proyectos ni designios que valgan la vida de uno solo de mis hijos. Aunque hube de aprender también que mi dolor de padre, mi grito de madre, a los gestores de fronteras, de intereses, de estrategias, les importaban exactamente lo mismo que el dolor de Dios: Nada.
Entonces soñé una locura, un sentimiento universal de paternidad, de maternidad… soñé que éramos todos, todos, los que a un lado y otro de la frontera íbamos diciendo: “Son mis hijos”… Soñé que los dioses de las fronteras, de los intereses, de las estrategias serían expulsados de sus templos, y que “nuestros” hijos podrían buscar sin temor alguno un futuro sin hambre. Pero ese sueño lo hacen imposible las ideologías, el racismo, la xenofobia, la desinformación, la manipulación de las conciencias, el egoísmo endiosado, la mentira… ese sueño lo hace imposible el pecado…
Son innumerables las veces que en estos días hube de ver señalados como “irregulares”, como “ilegales”, como “simpapeles” –así, con ese neologismo atroz e indecente-, a los jóvenes que murieron, nadie sabe aún cuántos ni cómo ni por qué, en la frontera de Melilla. Son innumerables las veces que en estos días hube de ver asociadas con los emigrantes que suben de África hacia Europa las palabras “terrorismo” y “amenaza”.
Esos mensajes son de casa en todos los medios de comunicación –pido perdón por lo de “todos”, pero no sabría por dónde empezar a hacer excepciones-. De lo que no me cabe duda es de haberlos oído también, airado, en los medios de comunicación de la Iglesia de España. Todo son ruidos que hacen imposible ese sueño: Ruido ideológico, ruido inmoral, ruidos que hacen imposible la empatía con los muertos, y justifican la falta de solidaridad con los vivos… ruidos que nos impiden soñar con algo más digno para todos, con algo más humano.
Allí donde la inconsciencia –no quiero pensar que sea la maldad- escribe o dice: “ilegales”, “irregulares”, “simpapeles”, intenté siempre escribir y decir: “hijos”, para que viésemos hijos, sólo hijos. Allí donde la inconsciencia, para señalar emigrantes, escribe o dice: “violentos”, “amenaza”, “terrorismo”, escribo y digo y repito: “hijos”. Allí donde la inconsciencia, pasa señalar emigrantes, escribe o dice: “´mafias”, “criminalidad”, “bandas”, sólo puedo escribir y decir: “hijos”.
Entiendo, sin embargo –no me queda más remedio que entender-, que no pasa de ser un sueño, una ilusión, el que lleguemos a ver hijos nuestros en unos africanos pobres a los que jamás hemos visto en nuestra vida. Así que voy a retirar ese: “son mis hijos” –aunque jamás dejen de serlo-, y gritaré con todas mis fuerzas: “Son ellos”.
“Son ellos”: son hombres, mujeres y niños; tienen nombre y apellido, tienen familia, tienen una nacionalidad. “Son ellos”: y tienen derechos y deberes con los que han nacido y que todos hemos de respetar. “Son ellos”: y son únicos, un mundo irrepetible de posibilidades artísticas, técnicas, políticas, culturales, un mundo que aniquilamos en nombre de unos supuestos derechos de nuestras fronteras. “Son ellos”: y valen más que todas las fronteras. “Son ellos”: y no hay intereses ni estrategias a los que se pueda entregar sin infamia la vida de uno solo de esos hombres, de esas mujeres, de esos niños: sus vidas valen porque “son ellos”.
Pobres y Evangelio
Continúo hablando de ellos, de esos emigrantes pobres, de esos jóvenes que desde un infierno, atraversando otros infiernos, han llegado a la frontera sur de España. El Señor me ha concedido la gracia de ver desde dentro ese infierno: fue por un instante, pero desde ese instante, vivo para arrebatarle al infierno sus víctimas. Por eso no me ocupo de fronteras: me ocupo del infierno.
La vida me ha enseñado que a la política no le interesa la suerte de los pobres sino la propia suerte. La vida me ha enseñado que en la frontera sur de España se invierten miles de millones de euros, muchos miles de millones, para que los pobres no puedan atravesarla.
A eso, la política lo ha llamado “impermeabilizar las fronteras”. Y todos hemos aceptado el propósito y su formulación. Todos entendimos que no se trataba del absurdo físico de una frontera que el agua u otro líquido no puedan atravesar; todos aceptamos que esa frontera no la pudiesen atravesar los pobres; todos aceptamos que en ella los pobres muriesen. Y ese propósito de acabar con los pobres no lo cuestionamos jamás, ni siquiera cuando alguna imagen escapa al control del poder y nos arroja a la cara el infierno que hemos creado.
Los discípulos de Jesús de Nazaret no tenemos que justificar la legitimidad de ninguna frontera. Los discípulos de Jesús de Nazaret tenemos el mandato de atravesarlas todas, como las atraviesa el agua, como las atraviesa el aire, como las atraviesan las aves del cielo. Los discípulos de Jesús de Nazaret hemos sido ungidos por el Espíritu de Jesús, ungidos y enviados a los pobres, y no para llevarles doctrinas o recomendaciones, sino para llevarles la buena noticia que necesitan oír; hemos sido ungidos y enviados a “anunciar la libertad a los cautivos”, “anunciar la vista a los ciegos”; “poner en libertad a los oprimidos”; curar enfermos, limpiar leprosos, hacer visible a los ojos de los pobres el reino de Dios.
Los discípulos de Jesús de Nazaret hemos sido ungidos y enviados a ser evangelio para los pobres: ¡Ser evangelio! Lo nuestro es robarle víctimas al infierno.
Son siempre ellos
Como discípulo de Jesús, estoy obligado a preguntarme por la verdad de mi discipulado. Como Iglesia, estoy obligado a preguntarme por la verdad en el ejercicio de la misión que se me ha confiado. Si quiero saber la respuesta, habré de preguntar a los pobres.
En su día, ellos fueron el criterio que Jesús ofreció para discernir la autenticidad de su propia misión: “Los ciegos ven y los cojos andan, los leprosos quedan limpios y los sordos oyen, los muertos resucitan y a los pobres se les anuncia la buena noticia”. Aunque a muchos de nosotros nos cueste trabajo entenderlo, y más trabajo aún aceptarlo, son siempre ellos, los pobres, el criterio con que es juzgada la credibilidad de la Iglesia. No hay Iglesia de verdad si no se la encuentra acampada entre los pobres, entre los inmigrantes, entre los que mueren en las fronteras.
Ellos, siempre ellos, son nuestra credencial de credibilidad.
Santiago Agrelo OFM
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