Paz y Reconciliación en la frontera sur
(España, Europa)
José Antonio Benítez cmf
Por desgracia, la paz se ve continuamente acosadas por fuerzas contrarias como la violencia, la intimidación, el miedo o la provocación, y todas en sus diversas modalidades históricas. La paz es uno de los tesoros más buscados de la humanidad y, a su vez, uno de los más frágiles; el más anhelado y, también, el más amenazado; constituye un ideal que se pretende conseguir, pero cada vez aparece más lejano. Todos quieren la paz y llegar a acuerdos, pero éstas ceden paso a la hostilidad por doquier.
Por otro lado, estamos convocados a la reconciliación, aunque nos digan que esa misión es un buenismo que da alas a la xenofobia. Y, aunque no son pocos los que piensan de este modo, la paz precisa ser completada y consolidada por la reconciliación, que es el alma de la paz. Y, es necesario recordar que una reconciliación que no reconozca, repare y ayude a las víctimas estará viciada de raíz.
En ese mismo sentido, la reconciliación tiene sus fundamentos en la fidelidad plena al principio ético principal que es la persona humana por encima de cualquier otro principio y/o motivación. Ninguna ideología, ningún proyecto político, ninguna devoción a la patria, ninguna razón de Estado puede anteponerse a la vida, a la integridad física, a la conciencia, a la dignidad moral de la persona humana. Asesinar, truncar, martirizar, arrebatar, dañar, corromper a una persona no tiene justificación moral en ninguna circunstancia. Ninguna pretensión humana tiene poder sobre la vida y la muerte de sus semejantes. Atribuirse este poder es torcido, impío y obsceno. Para un creyente es suplantar a Dios, único Señor de la vida y de la muerte.
Por desgracia, y en no pocas ocasiones, en la Frontera Sur de Europa, la dignidad humana se ha visto empañada, pero no ha sido la única, “la verdad” es una de las muchas víctimas de esta confrontación violenta. En esta frontera como en las otras fronteras de este mundo, se practica la barbarie sin luz ni taquígrafos. Se ha desfigurado la verdad de los hechos con apologías absurdas y sectarias nacidas de una ideología inhumana y detestable. El déficit de verdad ha consistido a veces en que ciertas injusticias no han existido porque no existen jurídicamente y no existen jurídicamente porque no se quiere que existan. En palabras de Jon Sobrino, la verdad es esencial para responder a la realidad, no sólo como superación de la ignorancia y de la indiferencia sino ante y contra la innata tendencia de someter la verdad y dar positivamente un rodeo ante la realidad. (Cf. Espiritualidad y seguimiento de Jesús).
En segundo lugar, para apostar por esta reconciliación, tal como apuntábamos más arriba, es de obligado cumplimiento acabar con la situación de injusticia que experimentan nuestras fronteras y que tiene su origen en la injusticia estructural que viven los pueblos y los países del Sur, y que suele ir acompañada de violencia represiva, en todos sus ordenes. El último botón de muestra ha sido la masacre ocurrida en la valla de Melilla. Esta injusticia estructural es la violencia originaria, y constituye la primera y fundamental forma de violencia, y es una de las raíces más importante de las demás formas de violencia que palpamos en la Frontera Sur.
En definitiva, creo que es en estas coordenadas de conflictividad histórica generada por la injusticia estructural donde procede abordar el problema de la paz y la reconciliación en la Frontera Sur en toda su complejidad y donde cabe preguntarse por su construcción. Lo contrario sería cinismo, ingenuidad o evasión.
Nunca perdamos de vista que la verdadera paz nunca está segregada de la justicia. Sin la actuación de la justicia no es posible la paz. Esta es la concepción profética que recorre toda la Biblia. La paz que anuncia y realiza Jesús no se queda en la mera tolerancia, en la simple bondad o en la calma chicha, sino que se traduce históricamente en la denuncia decidida de las causas de la división profunda entre los seres humanos y en una opción por los pobres y oprimidos y contra las estructuras opresoras. Esa actitud solidaria con la causa de los pobres constituye su opción más profunda y existencial, enraizada en el misterio del Dios que se revela en los márgenes de la historia (J.Sobrino/I.Ellacuría).
Así pues, la genuina reconciliación es inconciliable con la injusticia, y todas las personas que sufren sus consecuencias tienen derecho a que se les haga justicia. A partir de aquí, podremos hablar de paz en las fronteras. La humanidad necesita esmerarse porque la impunidad desacredita el orden moral y legal y, por ello, invita a nuevas transgresiones. Eso sí: la misma justicia exige que sea aplicada en la debida proporción y sin parcialidades a todos los delitos. El pañuelo que cubre los ojos de la diosa justicia no le permite condenar unos delitos y disculpar otros. Ninguna iniciativa ideológica debe emponzoñar el ejercicio de la justicia. Como afirma Jon Sobrino, si anhelamos curar la realidad que fecunda injusticia y violencia tendremos que comprometernos en desmantelar las ideas que la justifican, las situaciones que la propician, las estructuras que la perpetúan y las conductas que la encarnan. La justicia refuerza a la reconciliación a ser lúcida, sutil y legítima.
Por tanto, las fronteras más violentas y más injustas, provocadas por la vulneración constante y continua de los derechos inalienable de las personas y los pueblos, y por las múltiples discriminaciones de carácter racista, sexista y religioso, son aquellas fronteras geográficas y políticas, como la “Frontera Sur de Europa” que señalan la diferencia entre la dignidad y la miseria, la garantía de los derechos fundamentales y su desprecio despótico, la esperanza y la frustración, la vida y la muerte. Cuando tantas personas pierden la vida cada año ahogadas en las rutas de la muerte, (en lo que llevamos de año 2022 ya son más de 800 personas fallecidas y 30 embarcaciones desaparecidas), dejando atrás guerras y hambre no se necesitan grandes análisis para interpretar a qué nos convoca el Dios de las bienaventuranzas.
Estamos hoy llamados, como iglesia y como misioneros claretianos a acoger, proteger, promover, e integrar a los migrantes y refugiados en su tránsito, compartiendo el pan con ellos, haciendo de sus padecimientos y luchas las nuestras, al tiempo que trabajamos por transformar un sistema que esquilma los recursos naturales de los países del sur, refuerza regímenes autoritarios y alimenta conflictos bélicos, para luego cerrar fronteras y ojos ante los millones de personas que llaman a nuestras puertas a consecuencia de todo ello.
La herida cruel y dolorosa que supone para los sueños de tantas personas en estas fronteras también se reproduce lejos de las vallas, de los puestos de control de las estaciones marítimas y aeropuertos o de los espacios salvajes en los que las personas se someten a la ley del más fuerte. La descubrimos también en terrenos cercanos a la cotidianidad de las sociedades del bienestar: en los centros sanitarios donde el derecho a ser asistido ya no se considera un derecho universal; en torno a los CIE, donde a miles de personas se les priva de libertad como primer paso a la expulsión; y en el debate público en el que los migrantes son siempre ese “otro” objeto de atención y discusión, y pocas veces sujeto para construir sociedad de manera compartida. Y se nos urge a que también estemos en estos espacios como iglesia y como claretianos.
Sin lugar a duda que la paz, en estos momentos, se ve profundamente amenazada por números conflictos bélicos silenciados en todo el mundo, el de Ucrania está desestabilizando la “apacible Europa”, y por supuesto sus fronteras, y sus consecuencias en un mundo globalizado todavía están por definir. En la base de todos estos conflictos se encuentra, otro peligro igual de grave y destructivo, como los citados anteriormente, e igualmente silenciado y al que no puedo profundizar en este artículo: el ejercido por los centros de poder económico contra los pueblos y países del Sur, que genera hambre, pobreza, muerte y explotación. Es una violencia estructural, es una violencia institucional, incluso es una violencia de la injusticia que, además de ser negación de la vida, constituye un atentado contra la paz.
En el clima de tensión social reinante, nuestra respuesta como seguidores de Jesús, en esta Frontera Sur, es la paz de Dios como reconciliación universal a través de la cruz. Las oposiciones del viejo mundo (hombre/mujer, esclavo/libre, judío/gentil) no se concilian en la comunidad de fe manteniéndolas en su estado anterior o echando un tupido velo sobre ellas, sino eliminándolas de raíz a través de la creación del hombre nuevo y de la sociedad nueva, donde no haya ya lugar para la discriminación sexista, religiosa, racial o social.
Aquí habría que recordar que no sólo ha sido la supuesta superioridad de un credo sobre otro la que ha desatado la violencia. También lo ha hecho la superioridad de una raza sobre otra, de un sistema económico sobre otro y de un sexo sobre otro, que ha sembrado desigualdades, esclavitudes, injusticias, muertes… Esa supuesta superioridad en los terrenos citados sigue siendo hoy uno de los principales escollos para la paz.
La causa de la paz comporta hacer propia la causa de los pobres, priorizando la satisfacción de las necesidades vitales comunes a todos los ciudadanos, me refiero concretamente, al derecho a la vida, el más amenazado, a una vida digna -auténticamente humana-, al trabajo, al alimento, al vestido, a la vivienda, a la educación, a la cultura…
Es condición indispensable para una praxis pacificadora llegar a identificarnos críticamente con las raíces y los mecanismos que generan estás situaciones de dolor y sufrimiento, y descubrir su carácter casual.
Los problemas de la paz, la justicia, la libertad, la liberación, la ecología, pertenecen a la entraña misma de la fe cristiana. La fraternidad cristiana posee, además de su dimensión interpersonal, un carácter crítico-público que le es consustancial y lleva a transformar las estructuras injustas y violentas en justas y reconciliadas. Pero esta transformación no se opera automáticamente. Requiere una contribución práctica. Y es en este terreno donde las realidades eclesiales y congregacionales en colaboración y trabajando en red con todas aquellas realidades civiles y laicas estamos llamados a activar el “Evangelio de la paz y de la justicia”, a través de la denuncia ético-profética, el anuncio de la buena noticia de la bienaventuranza de los constructores de la paz y la justicia, de la solidaridad, de la presencia en los movimientos que luchan por la paz y la justicia, la no-violencia, la conservación de la naturaleza, y la igualdad entre los sexos y entre las razas.
Parafraseando a Desmond Tutu, la paz en las fronteras requiere un cambio de mentalidad. Un cambio de pensamiento que reconozca que el intento de perpetuar el statu quo actual condena a las futuras generaciones a la violencia y a la inseguridad. Un cambio de mentalidad que cese de interpretar la crítica legítima de los activistas de los derechos humanos a las políticas deshumanizadoras como un ataque al “establishment”. Un cambio de mentalidad que empiece en casa y se extienda por todas las comunidades y naciones, llegando a todas las fronteras diseminada por todo el mundo.
Las personas unidas en pos de una causa justa son imparables. Dios no interfiere en los asuntos de la gente, esperando que crezcamos y aprendamos resolviendo nuestras dificultades y diferencias por nosotros mismos. Pero Dios no está dormido. Las escrituras nos dicen que Dios tiene preferencia por los débiles, los desposeídos, las viudas, los huérfanos, por el extranjero, por lo que son descartados por el sistema, por los inmigrantes y los refugiados, nuestro Dios es el que libera a los esclavos en el éxodo hacia la Tierra Prometida. Fue el profeta Amos quien dijo que debemos dejar a la justicia fluir como un río. La bondad prevalece al final.
José Antonio Benítez cmf
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