Pablo Largo cmf
Doctor en Teología
Director de Ephemerides Mariologice
Los claretianos, en nuestra condición de hijos del Corazón de María, estamos llamados a implicarnos en los procesos de paz y reconciliación. Así, tal como suenan estas dos primeras líneas, parecen el enunciado de una tesis filosófica o teológica, al que seguiría la demostración del enunciado, como se estilaba en otro tiempo.
Que no se asuste el lector. No recurriremos a un método típicamente deductivo, como tendió a hacer la reflexión mariana de otro tiempo. Nos apoyamos en relatos del Nuevo Testamento y procedemos en tres pasos sencillos: el apunte sobre la presencia de María en la comunidad primitiva (Hch 1,14); el relato joánico de la presencia de María y el discípulo amado en el Calvario (Jn 19,25-27); las palabras de Simeón a María en la escena de la presentación del Señor en el templo (Lc 2,35).
La información de Hch 1,12-13 dice que, tras la Ascensión del Señor, los discípulos vuelven a Jerusalén y suben al piso en que se alojaban. Viene a renglón seguido la lista de los Once, y tras ella se añade: «Todos perseveraban unánimes en la oración con algunas mujeres, con María, la madre de Jesús y con los hermanos de este» (1,14). Sabemos que Lucas suaviza el contraste que presenta Marcos (Mc 3,31-35) entre la familia natural de Jesús y la nueva familia o familia del Reino congregada en torno a él. Jesús había dejado claro que su madre, sus hermanos y sus hermanas son quienes escuchan la palabra de Dios y la cumplen (Mc 1,35). El cuadro que Lucas dibuja al comienzo de esta segunda tabla de su «díptico» (digámoslo así, pues a Lucas se lo ha considerado pintor) muestra la unanimidad orante de las dos familias. La Pascua del Señor ha congregado en una sola comunidad a dos grupos marcados por la diferencia y la distancia mutua. Más allá de una exégesis estricta, en María, tal como la presenta el tercer evangelista, podemos considerar la perfecta unión de los dos vínculos con Jesús: el vínculo de la sangre (es su madre) y el del discipulado. María emerge en el tercer evangelio como modelo de discipulado.
El relato de Jn 19,25-27 destaca tres figuras: Jesús, la madre de Jesús (cuyo nombre no se aduce) y el discípulo amado. Y en un momento solemne, Jesús ve a ambos personajes y pronuncia unas palabras. Primero se dirige a María: «Ahí tienes a tu hijo»; luego dice al discípulo: «Ahí tienes a tu madre». Añade el narrador que desde aquella hora el discípulo la recibió en su casa (o bien: entre sus dones más preciados).
Los entendidos en los evangelios y en la historia de cristianismo primitivo nos dirán qué diferencias median y qué convergencias y puntos esenciales de contacto se dan entre la comunidad joánica y las otras comunidades cristianas. Unas y otras tienen sus rasgos distintivos. Así, unos podían insistir en referir a Jesús el título de hijo de David o de Mesías davídico, con unas implicaciones más terrenas (así pensaría el grupo mesiánico de Santiago); en cambio, la comunidad del discípulo amado pondrá el acento en que el Reino de Jesús no es de este mundo (cf. Jn 18,36). Pero todos concuerdan en confesar a Jesús como Señor e Hijo de Dios.
Hay otras notas que les son comunes: la figura de Simón Pedro no es reconocida solo en los sinópticos. También en la comunidad de Juan se acepta su papel singular: en su primer encuentro con Jesús, el Maestro le anuncia que se llamará Pedro; será este discípulo quien pronuncie la «confesión de Cafarnaún», en representación del grupo: «Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna. Nosotros creemos y sabemos que eres el santo de Dios» (Jn 6,68-69). Y a Pedro le confiará el Señor resucitado el cuidado de su rebaño (Jn 21,15-19).
No solo Pedro. También María es acogida en las distintas comunidades. En particular, reivindica un lazo especial con María la comunidad joánica, representada en Jn 19,25-27 por el discípulo amado, el testigo y garante de su peculiar tradición cristiana. María, estando en el grupo del discípulo amado, «está en su casa», entre los suyos.
Estas convergencias de las distintas comunidades cristianas apuntan a que puede muy bien haber diferencias étnicas, históricas, culturales, religiosas entre grupos, regiones y países diferentes; pero se puede poner el acento en los puntos de contacto y los elementos compartidos.
Y ahora nos acercamos a las palabras de Simeón a María sobre la espada que le atravesará el corazón (Lc 2,35). Se dan distintas interpretaciones de esa profecía: el dolor que produce en ella el rechazo de que es objeto Jesús, rechazo que llega al extremo de la muerte violenta en la cruz; el difícil y doloroso discernimiento que la palabra de Dios provoca en la mente y la sensibilidad de María, como indicarían las reacciones de Jesús en Mc 3,31-35; Lc 11,28; Jn 2,4. Pero un autor, Charles Perrot, que también ha inspirado algún apunte anterior, ofrece una explicación nueva; se puede aceptar por vía de hipótesis. La transfixión de María tendría por motivo las desavenencias y desgarros entre, por un lado, los judíos que reconocen al Mesías y los que lo rechazan (cf. ya Lc 4,29), con la secuela de muertes y persecución que narran los Hechos; por otro lado, entre los distintos grupos eclesiales: quizá por reacción ante eventuales pretensiones «dinásticas» de los familiares de Jesús; o por cuestiones como la de compartir la mesa los cristianos judíos con los procedentes de las Naciones (alimentos permitidos y alimentos prohibidos); o por el choque, si María lo conoció, entre Pablo y los falsos hermanos que predican la circuncisión; o por la discrepancia entre Pablo y «los de Santiago» (Gál 2,3-4.12). Ella misma habrá dilatado el corazón para acoger a los nuevos creyentes, pasando así de la pertenencia al Israel de la primera alianza a la del Israel o pueblo definitivo de Dios.
Los misioneros pueden aprender de la acogida que las distintas comunidades dispensan a María, sin querer apropiársela nadie; pueden contemplarla en un doloroso proceso en que la Palabra la insta a ensanchar su horizonte vital y a entrar en otra dinámica que la lleva a acoger a los antes extraños; pueden sentirla afectada por los conflictos que estallan en las distintas áreas en que llevan a cabo la misión; pueden, en fin, pedir a la reina de la paz que interceda para que se superen los conflictos que causan tanto sufrimiento y desaparezca la violencia que provoca tanta muerte y tanto dolor y que los ayude en su labor de mediación. Los enfrentamientos son el llanto de cada día. Que las tareas de entendimiento y pacificación sean el empeño de cada día y que la alegría de la paz sea el don y premio de cada día.
Pablo Largo cmf
Doctor en Teología
Director de Ephemerides Mariologice
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